jueves, 14 de marzo de 2013

...Y comieron perdices



         Un día hace muchos años mis ojos decidieron que esa chica que paseaba esa perrita de color negro era muy linda. Y mi cuerpo me contó que se moría de ganas por acercarse a ella y ver qué tal olía, cómo era el tacto de su piel... Mis labios me susurraron que necesitaban besarla y mis brazos rodear su cintura. Así que, a mi manera, le pedí permiso para entrar y ella, algo reticente al principio, acabó por entreabrir la puerta lo suficiente para que yo pudiese colarme. Todo marchó bien, fueron meses de encuentros eternos, buscando intimidades robadas, deshaciéndonos en caricias desatadas y latidos a ritmo de samba. No importaba otra cosa más que ser uno entre los dos. 

        Los años pasaron rápido, demasiado. Mi inquietud por conocerlo todo, propia de la inmadurez del macho humano, destrozó sin pleitesía ni decoro aquel fruto de color rojo fuego que emergió de nuestro particular cuento. Y se volvió negro, lo hice marchito y lo torné oscuro y amargo. Clavé mis garras depredadoras de almas y me convertí en coleccionista de historias ínfimas, de diversiones desechables. Y le infringí a la mitad de ese que fue un único ser el daño más injusto y tortuoso que pudo alcanzar mi inconsciencia. 
         Pero la vida jugó bien sus cartas. Y decidió tomar parte en este asunto para enseñarme el camino a casa al ver que andaba desorientado. Aunque no quiso pasar por alto hacerme sufrir en mis propias entrañas todo el dolor que a ella regalé sin merecerlo.
       

       Pasó el huracán. Y lo único que sobrevivió cuando todo se rompió en mil pedazos fui yo. Mi yo más esencial, desprovisto de todos los aliños que la tentación añadió para cocinarme el jugoso plato que me resultaba tan apetitoso pero que se convirtió en mi veneno. Y cuando pude respirar tranquilo al reencontrarme con el niño que fui y que ahora ya era un hombre, me asaltó la sensación de echar algo de menos, como un puzzle que no es nada sin su pieza final, como un mecanismo complejo que no funciona sin su adecuado interruptor. Y miré a un lado. Y al otro. Pero no vi nada. Sólo cuando volví la vista atrás lo comprendí: Había recuperado la ilusión con la que nací, la alegría por la que todo el mundo me conoce y que me hace característico. Mi madurez y mis fracasos habían añadido sensatez, sinceridad y compromiso. Me hice defensor de mis principios y me puse la empatía por bandera. Dejé de pensar en mí y decidir regalar todas las ganas de ser feliz a los que rodean mi pequeño círculo del cariño. Y sólo entonces encontré lo que sin saber buscaba. Me topé con esa pieza que completaba mi puzzle arrumbada en un cajón, a punto de perderse para siempre y sin apenas recuerdos de mí. Así que puse todo mi empeño en recordarle que necesitamos el uno del otro, que sólo podemos ser si somos juntos. Y me costó tardes y ruegos convencerla, pero así debía ser.
       

         Ahora que he conseguido que se quede aún la encuentro a veces mirándome de reojo, desconfiada, como un felino alerta por si ese humano no trae buenas intenciones. Y la entiendo, pero no me cansaré de luchar hasta que comprenda que todos estos años separados no han sido más que un paréntesis, algo que puedes dejar de leer sin que el relato pierda sentido pero que es necesario para completar la información.
Y estoy convencido de que pronto conseguiré que esa pieza se decida a encajar para que este cuento siga su curso desde donde se quedó hace tanto tiempo, para hilar un camino que nos lleve a ese tan anhelado final:  ...Y comieron perdices.