domingo, 9 de mayo de 2010

Mi trinchera


El día se ha cansado, demasiadas horas haciendo gala de las nubes más oscuras le han dejado exhausto, dando paso a una noche de un azul intenso que invita al silencio, a levantar la mirada. Las estrellas se cuentan por cientos y parecen más cercanas que nunca, creo que puedo alcanzarlas con sólo alzar mi mano, pero se escurren entre mis dedos. Sentado en mi roca me siento el último ser del planeta. La brisa acaricia mi cara y la respiro profundo, deseando atraparla para hacerla mía y obligarla a recorrer mi cuerpo invadiéndome con su libertad, avanzando velozmente buscando una salida , llenándome de vida. Las olas rompen bruscamente, salpicando de aguasal a centímetros de mi cara, como queriendo darme caza para arrastrarme al océano y fundirme en su reino marino haciéndome parte de él. No estaría mal, nada mal, vivir rodeado de peces nadando con ellos entre paisajes de coral. Ahí abajo, donde todo se mueve más lento y el tiempo no tiene cabida.
Huele a paz, a vida, a existencia, a soledad deseable. Aquí estoy seguro, logré despistar por unas horas al anhelo de un futuro imaginario y la añoranza de un pasado que me esclavizan en un presente absurdo, irreal, inventado. No podrán encontrarme en mi refugio, en mi isla, en el paraje de mi descanso que sólo yo dibujo a mi capricho, cambiando su forma, color y situación como se me antoja. Y aunque sé que habré de regresar a mi evidencia, me apacigua la idea de saber que poseo un cobijo, un pedacito de espacio que poder sacar de mi mente para ampararme en él y perderme sin más. Andar por el desierto se torna más confortable si eres tú quien elige dónde ubicar el oasis.